Cartografía de la subversión sonora es una pieza que se deriva de mi proyecto de tesis de maestría "Subversión sonora: Violencia y resistencia en el
Centro Histórico de la Ciudad de México". Este trabajo analiza la influencia acústica del espacio urbano en la forma en que escuchamos, así como en las relaciones cotidianas entre los individuos, cuestión que se aborda a partir de un acercamiento a tres propuestas artísticas cuyo principal elemento es el sonido en el contexto citadino.
La investigación se desarrolla al entender el espacio urbano como ese territorio de lo público donde se tejen complejas relaciones sociales, políticas y culturales entre quienes habitan la ciudad. Estas relaciones implican pensar lo urbano como un conflicto permanente, una lucha de encuentros y desencuentros cotidianos que se da en todos los niveles del entramado social, y que desde la escucha del paisaje sonoro de las piezas presentadas podemos identificar en mayor o menor medida, a la par que en las obras mismas es posible encontrar algunos conflictos que cuestionan la conceptualización, ejecución y recepción de la propuesta artística.
La tesis aborda esta cuestión partiendo de lo general para dirigirse luego a un territorio particular: el Centro Histórico de la Ciudad de México (CHCDMX), proponiendo un acercamiento a las obras Ejercicio de percusión (Enrique Ježik, 2006) y Coro Informal (Félix Blume, 2016), así como a la pieza Cartografía de la subversión sonora (Humberto Muñoz, 2017), obras que en común presentan una experiencia de escucha sobre el paisaje sonoro de algunos lugares del CHCDMX. Estas propuestas permiten escuchar una realidad social donde la violencia, el conflicto y la subversión se instauran como intercambios cotidianos, como formas de negociar el espacio público, formas simbólicas de luchar por el poder. La reflexión también busca cuestionar si una obra de arte instaurada en un espacio cultural institucional confronta o se mimetiza con el discurso dominante.
El análisis de las piezas de Ježik y Blume pueden consultarse en el documento completo de tesis, disponible
En su libro Ruidos, Jacques Attali reflexiona sobre la música (ruidos ordenados) como una expresión humana que con el paso del tiempo ha marcado cada vez más una relación con el poder. Quien controla los ruidos, controla al pueblo. El autor presenta al Estado como esa maquinaria que busca manipular y dominar la historia, controlar a la población a partir de ser el único emisor de ruido y centro de escucha general, por lo que se pregunta, "¿Escucha de qué? ¿Para hacer callar a quién?" Así, desde una visión del totalitarismo habla del emprendimiento de la autoridad por "prohibir los ruidos subversivos, porque anuncian exigencias de autonomía cultural, reivindicaciones de diferencias o de marginalidad", mientras por otro lado se intenta ocultar este tipo de coerciones con todo un aparato ideológico bien definido.
En este sentido, la reflexión que busca detonar el trabajo tiene que ver con la revelación, partiendo de un acercamiento desde la materia sonora presente en las realizaciones de Ježik, Blume y Muñoz, de una serie de elementos acústicos latentes en la audición de estas piezas, los cuales hacen otorgar una atención importante a los paisajes sonoros de baja fidelidad (los de las urbes), los cuales invitan a escucharse como una composición musical (según los términos de Murray Schafer), aún cuando sus componentes son ruido, caos, conflicto y subversión.
Para esto me serví de los planteamientos hechos por CRESSON sobre los efectos sonoros presentes en la vida cotidiana, los cuales se presentan desde cuatro procesos psicosociológicos relacionados con la percepción y los comportamientos sonoros cotidianos: “marcaje sonoro de espacios habitados o frecuentados, codificación sonora de las relaciones interpersonales, significado simbólico y valor vinculado a las acciones y percepciones sonoras cotidianas, y la interacción entre sonidos escuchados y sonidos producidos”. Esta clasificación se aplica tanto a los sonidos de todos los días, como a las experiencias en espacios particularmente ruidosos o musicales.
La hipótesis que mueve este trabajo propone que el paisaje sonoro urbano per se puede escucharse como una composición musical, un motivo para la contemplación sonora, pero también como una serie de elementos aislados (a partir de las filtraciones que realizamos en el proceso de audición) que permanentemente afectan nuestra relación con el entorno, y que nos hablan de una constante disputa por el espacio público. Desde una propuesta artística, estos elementos aurales además pueden apreciarse estéticamente y evidenciar prácticas, discursos y coerciones que no son percibidas conscientemente por las personas, pero ¿es algo que el artista sensatamente plantea o consigue transmitir?
Las conclusiones a las que se llegan en la tesis plantean la importancia de una mayor comprensión sobre los fenómenos sociales a partir de una escucha atenta del espacio. Se sugiere que en efecto, los entornos sonoros nos hablan del tipo de realidad social que vivimos, además de que innegablemente estas expresiones nos permiten mostrarnos, comunicarnos e interactuar con los demás habitantes de la ciudad. Por otra parte, los efectos sonoros presentes en las obras propuestas reflejan que los mismos artistas o investigadores no son del todo conscientes de las implicaciones que el sonido tiene en la creación y recepción de sus piezas. Unos por omisión (Blume), otros por potenciar una sensación violenta (Ježik), otros por las decisiones tomadas con el dispositivo de grabación (Muñoz). Igualmente, en las tres propuestas estamos frente a la imposibilidad de la transmisión fiel de una realidad común, ya que las obras solo representan un punto de vista subjetivo (el caso de las encuestas aplicadas confirma esta condición), el del artista, lo que por otro lado nos permite vivir un sentimiento diferente de identidad, ya sea por la duración de la pieza, la atención que se le preste, el contexto del que cada quien proviene o por la anamnesis de los sonidos luego de ser escuchados. En todo caso, estas representaciones de la realidad sirven como herramientas para la reflexión de las dimensiones sociales de fenómenos concretos que nos afectan como colectividad.
Siguiendo la afirmación de Attali de que la música es comunicación, y más que eso, que en esencia cualquier sonido es comunicación, resulta necesario asumir una postura crítica colectiva y evitar el silencio, sobre todo en los actuales tiempos oscuros e inestables que requieren la convivencia constructiva, la solidificación de lazos, el llamado a la acción y la escalada de una mayor participación e inclusión de la población. Somos entes sonoros, y como tales, debemos siempre escucharnos.
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antecedentes
el paisaje sonoro
El discurso sonoro que se genera a partir de cualquier expresión artística que incluya al sonido, se transforma de forma natural, en un paisaje sonoro. Esto se entiende a partir de la definición clásica que hace Murray Schafer:
"Denomino soundscape (paisaje sonoro) al entorno acústico, y con esto me refiero al campo sonoro total, cualquiera que sea el lugar donde nos encontremos. Es una palabra derivada de landscape (paisaje); sin embargo, y a diferencia de aquélla, no está estrictamente limitada a los lugares exteriores".
La idea que introduce este autor se refiere a que todo lo que escuchamos, cualquier expresión acústica, conforma el ambiente sonoro propio de ese lugar y momento, el cual puede escucharse como una composición musical. El trabajo de este investigador, compositor y músico se ha dirigido desde el comienzo a la preservación de los sonidos, a su ecología. Dada su generalidad, el concepto de Schafer se nos puede ir de las manos. Desde esta perspectiva, si bien cualquier actividad cotidiana presenta su propio paisaje sonoro (caminar, charlar, dormir, trabajar, conducir, etc) y también el resultado de un posible registro sonoro (mensajes de voz, ensayo musical con micrófono ambiental, grabación de campo, etc), finalmente la reflexión de este autor no impone un concepto definitivo, ya que a partir de la incursión y debate por parte de otros artistas y compositores, el paisaje sonoro puede manifestarse desde otras perspectivas.
Samuels et al expresan que el término implica la escucha como práctica cultural, conteniendo “las fuerzas contradictorias de lo natural y lo cultural, lo fortuito y lo compuesto, lo improvisado y lo deliberadamente producido”. Es importante señalar la implicación cultural en el concepto de paisaje sonoro, ya que la influencia de un entorno social afecta la forma en que el individuo percibe y se relaciona con el mismo. Con su presencia, el escucha es a su vez creador y modificador constante del paisaje sonoro a partir de su pertenencia e interacción con un espacio, en nuestro caso la ciudad, compuesta de cargas simbólicas, históricas y sociales. Si hablamos de paisaje natural y paisaje urbano al referirnos a los elementos que componen un lugar y que en mayor medida lo caracterizan, hablar de paisaje sonoro es pertinente ya que de la misma forma estamos relacionando lo que define un espacio a partir de lo que escuchamos. El paisaje sonoro también se entiende como la relación que el sonido provoca en el oyente.
La evolución de esta práctica ha ido de la mano con el camino que el arte sonoro se ha abierto, desde las primeras experimentaciones hasta la consolidación de la propia disciplina, donde artistas e investigadores proponen nuevas formas de relacionarnos con lo que escuchamos. En 1999, José Iges identifica tres tendencias en la práctica del paisaje sonoro: la de quienes coinciden con las reflexiones de Murray Schafer sobre la necesidad de mantener la armonía entre los entornos sonoros naturales y el hombre, en búsqueda de lograr la afinación del mundo, una práctica donde no hay tratamiento ni modificación de los sonidos, las grabaciones son “puras”; otra resulta de un abordaje más despreocupado, menos militante con el entorno sonoro, el cual permite el cruce con recursos de otras disciplinas como el periodismo, la poesía, la radio, entre otros, presentes en el trabajo de artistas como Hildegard Westerkamp o Janet Cardiff, de quienes en sus obras podemos encontrar cierta manipulación o modificación de la fuente sonora, para reflexionar estéticamente; finalmente, una tercera vertiente es en la que los sonidos del entorno acústico “son tratados con equipos electrónicos, mezclados y montados muy cuidadosamente, de modo que se acaba perdiendo la referencia con el entorno del que proceden, en beneficio de los intereses del compositor”. Un exponente de este tipo de acercamiento al paisaje sonoro es el español Francisco López, quien abiertamente critica el tratamiento naturalista que Murray Schafer hace del entorno acústico.
Si bien desde entonces estas tendencias se mantienen sin grandes cambios, con la inmediatez y la sofisticación de recursos que permite internet y la tecnología móvil, la difusión de las mismas y el impacto que tienen sobre los públicos y/o usuarios es más evidente. En este sentido, se puede mencionar el trabajo del músico e investigador Peter Cusack, quien a través de las grabaciones de campo de lugares peligrosos o en conflicto introduce el término “periodismo sonoro”, con la intención de documentar y denunciar duras realidades a través de la documentación y la escucha de cualquier tipo de audio. Independientemente de la forma de registrar el entorno acústico, y si se presenta una posterior manipulación en la edición o no, debemos tener claro que siempre estaremos ante una representación sonora del espacio y el tiempo, una construcción nunca fiel debido a la propia tecnología utilizada para la grabación, nunca verdadera debido a las decisiones que el sonidista, paisajista o fonógrafo tome al momento del registro.
Por otro lado, se debe tomar en consideración que la concepción de paisaje implica siempre la apreciación subjetiva de un fragmento de la realidad. Observar o escuchar un paisaje al interior de una habitación, en la calle o en campo abierto, es apenas experimentar la porción de un todo complejo. Para Simmel, "Detenerse en un detalle o advertir varios a la vez no basta, sin embargo, para tener conciencia de estar ante un paisaje. Para alcanzar esa conciencia, nuestros sentidos deben, justamente, dejar de centrarse en un elemento particular y abarcar un campo visual más amplio, es decir, percibir una nueva unidad que no sea mera suma de elementos puntuales, sólo entonces estaremos ante un paisaje". Esta reflexión aplica también al campo de lo sonoro: la percepción de un entorno y su escucha debe asimilar los detalles que aparecen en primer plano (el abanico de la computadora en la habitación, el tráfico en la avenida o el sonido de las hojas en el campo) e ir más allá, establecer una unidad completa entre todos los elementos que nos es posible percibir. Al hablar de paisaje sonoro se está sugiriendo una intención estética de la escucha: la contemplación, el análisis, la comunicación de significados acústicos, independientemente de una valoración entre bello/feo, sonido/ruido, o de las implicaciones técnicas de su registro.
ciudad, conflicto y subversión sonora
La ciudad y sus espacios tienen una voz propia, cada lugar se caracteriza, entre otras cosas, por su identidad sonora, una sensación de familiaridad que se presenta en los individuos y que les entrega esa tranquilidad de andar por el espacio conocido. Todas estas relaciones e identificaciones, en el caso de la ciudad, se realizan principalmente a partir del espacio público y los usos que de él se hacen, usos que a su vez hacen explícita una constante condición de conflicto social.
Es en este contexto y en nuestra condición de seres sensibles que permanentemente estamos inmersos en escenas, una compleja mise-en-scène que cambia a cada momento. Moles identifica este flujo de instantes como ideoescenas, escenas “cristalizables” de la vida, situadas en la línea del universo del ser y, que desde el ojo entrenado del fotógrafo pueden dar lugar a un cuadro visual identificado. Las ideoescenas son percepción pura afectando al individuo. Éste se mueve en un espacio y un tiempo como si atravesara una serie de conjuntos más o menos cerrados, un cúmulo de espectáculos de estímulos integrados los unos a los otros en un patrón dentro de una forma global, aprehendiendo estas vivencias en su memoria, o literalmente, mediante el registro visual o sonoro.
En este sentido, las ideoescenas son también escenas sonoras que van modificando y se van modificando mediante la percepción de la persona, que se desplaza y que durante su trayecto va conformando a través de “recortar”, de seleccionar los estímulos que lo van afectando, un banco de ideoescenas mental al cual se puede acceder mediante los recuerdos guardados en la memoria.
La presencia de las interacciones, ritmos urbanos, así como la aprehensión de ideoescenas se sucede dentro de medios físicos que podemos entender como espacio urbano público (calles, plazas, parques, jardines, camellones, etc) y espacio urbano privado (viviendas, jardines de viviendas, clubes deportivos, estacionamientos, etc). Esta puesta en escena de la ciudad deja ver una serie de contradicciones sociales, políticas y económicas que repercuten en la dinámica cotidiana de sus habitantes. La segmentación del trazo urbano permite vislumbrar en mayor o menor medida estas diferencias con tan solo cruzar una avenida o caminar algunas calles, presentándonos a la vista y a la escucha espacios donde las relaciones entre los diversos actores sociales se basan en el conflicto.
Si bien al hablar de conflicto es inevitable pensar en términos de pelea o enfrentamiento con una connotación violenta, para Simmel, el conflicto es una forma de socialización intensa, que en sí mismo es una resolución a la tensión entre figuras antagónicas: la organización de la vida urbana se basa en oposiciones que descansan “en una gradación extremadamente variada de simpatías, indiferencias y aversiones, tanto momentáneas como duraderas”, y que nos permiten afirmar esas fuerzas sin las cuales la vida en la ciudad no sería pensable.
Si la socialización cotidiana se basa fuertemente en la disputa, en enfrentar al otro, ¿a qué suena el conflicto? Una respuesta no exenta de polémica indica que el conflicto suena a imposición (la música a todo volúmen en el microbús, la campana que anuncia el camión de la basura, incluso, la sirena de la ambulancia), pero también suena a negociación (los vagoneros del metro que pregonan de uno en uno, los horarios establecidos en conjuntos habitacionales para tener música alta -no siempre respetados-).
En un escenario donde las condiciones económicas y sociales son adversas, donde las garantías de un acceso igualitario a los bienes y derechos ciudadanos no es evidente, los individuos se organizan y alzan la voz para demandar sus derechos elementales en el espacio público. En la organización colectiva la condición alienada del individuo pasa a un segundo plano y hay una reivindicación de la personalidad en beneficio de los fines que se busca lograr en comunidad. Para Sennet, la vida urbana en comunidad debe propiciar precisamente las relaciones basadas en el enfrentamiento cara cara, ya que es “en la esencia de las experiencias de conflicto, cuando el conflicto importa para la supervivencia, donde los hombres, al aprender a hablar con sus enemigos, aprenden a ver las dimensiones de aquello que les separa”.
El lugar para estos encuentros, desencuentros y relaciones entre individuos y el entorno es la calle, ese flujo enredado y salvaje. Al hablar de la calle, nos estamos refiriendo al espacio urbano trazado que permite la circulación de personas y automóviles, así como la conexión entre un lugar y otro. En la idea de calle va implícita la inclusión de las aceras o banquetas (que es por donde normalmente transitan los peatones). Pensar en la calle incluye visualizarla en diversos espacios públicos: la cuadra, el vecindario, el barrio, la colonia, la zona comercial, el centro de la ciudad, la periferia, etc. Evidentemente, las dinámicas sociales son diferentes en cada espacio, así como lo que escuchemos en su recorrido, variando entre la calma y el caos.
La dimensión social de los espacios produce y reproduce, para Lefebvre, un espacio abstracto "esencialmente repetitivo y lo que repite a través de todos esos elementos es la reproducción de las relaciones de producción capitalista", relaciones que implican, "a pesar de todo, un uso perpetuo de la violencia. Espacio abstracto y violencia van juntos". La percepción de lo que vemos, oímos, y en general, sentimos, tiene siempre que ver con un conflicto, una batalla simbólica y también tangible por controlar e influir el espacio cotidiano, el cual "se halla fragmentado, pulverizado por la propiedad privada, ya que cada fragmento del espacio tiene su propietario. Está pulverizado para ser comprado y vendido". De esta forma Lefebvre deja ver una dialéctica del espacio compuesta por un espacio dominante y un espacio dominado, ambos en permanente lucha y que en su esencia deja ver las contradicciones de una confrontación de las personas y grupos insertos en dicho espacio.
En el caso de lo que escuchamos, el sonido y el ruido, se acompañan siempre por las dicotomías agradable/desagradable, seguro/peligroso, las cuales se tornan valores que son enunciados desde las formas del poder, siendo este control el que permite la proliferación de unos ruidos, mientras prohíbe y silencia otros, imposibilitando una plena socialización entre grupos. En el campo social, esos ruidos del conflicto los encontramos por ejemplo en las marchas y manifestaciones, y en los gritos de los vendedores informales, que en su expresión ruidosa manifiestan un derecho a expresarse y una resistencia a ser callados.
Resulta pertinente la reflexión de Brandon LaBelle sobre los volúmenes éticos del ruido y el silencio, una cuestión manifiesta en todas las esferas de la interacción cotidiana y que conlleva cuestiones sobre las implicaciones políticas del sonido (el tejido urbano como campo de batalla sonoro, la casa como santuario de la intimidad y el resguardo, y las legislaciones sobre el control del ruido en ambos contextos de la vida). Este autor refiere que si bien el ruido es ese sonido que ocurre donde no debería, su presencia promueve la creación de un espacio que permite conocer al otro mediante el desorden, esa socialización intensa referida por Simmel que permite hacernos audibles ante los demás, ante aquellos ajenos a la propia experiencia.
"El ruido no es solo disturbio ambiental. Más bien, proporciona una experiencia clave para el establecimiento de una comunidad acústica en proceso. "Acústica" debe destacarse no solo como los sonidos que circulan a través de una situación particular, sino también como un intercambio relacional donde el sonido es igualmente voz, diálogo, el compartir y la confrontación". Para LaBelle, tanto el silencio como el silenciamiento son en sí mismos acústicamente violentos, y coloca a la amenaza del ruido como una forma de buscar en lo social un poderoso mecanismo de control, por lo que se pregunta, “¿Podrían las intensidades de la escucha usarse para promover no solo la conciencia del ruido como daño, sino también como la vitalidad con que podemos relacionarnos?” El ruido establece canales de comunicación y permite el intercambio de información entre personas y comunidades. Cuando un grupo social organizado se manifiesta a través del ruido, su accionar se presenta ante la autoridad como una amenaza latente que debe ser contrarrestada. El ruido generado y el silenciamiento que se busca imponer caracterizan esa violencia urbana que no es visible, pero que forma parte del día a día.
El ruido, entendido no como expresión artística que define un subgénero musical o como esencia de la modernidad industrial, el ruido como intruso, pero también como posibilidad de lucha y comunicación, como arma de resistencia social en el contexto urbano conflictivo, es el componente principal de la subversión sonora, con la cual me refiero exclusivamente a las expresiones acústicas generadas por un determinado grupo de población en un entorno de disputa social definida en el espacio público (como pueden ser las consignas y proclamas de marchas y manifestaciones, el pregonar y otras expresiones del comercio informal como los gritos y chiflidos, las intensidades de bocinas afuera de negocios, la potencia sonora empleada por los bocineros en el metro, entre otras). Manifestaciones sonoras que son identificadas como ruido, las cuales evidencian un conflicto territorial, ya sea simbólico mediante la desobediencia y el desacato, o llevado al extremo, al encarnarse físicamente mediante la violencia.
Identificar una situación hostil o amenazante es posible gracias a nuestros sentidos y emociones, pero en el caso del sonido ¿nuestra percepción sobre lo ruidoso ha asimilado su afectación como algo que forma parte de nuestra vida diaria? ¿Un ruido puede ser molesto, violento o amenazante por sí mismo, o podemos hablar de que detrás de su juicio está la presencia de construcciones simbólicas y culturales? Considero que estas cuestiones se responden al confirmar el papel de la percepción en la interpretación que cada individuo tiene del mundo, de su experiencia de vida, la cual está marcada por el contexto propio, tomando en cuenta que el contexto individual está influido por la totalidad de lo que conforma la ciudad (sus leyes, prácticas y relaciones de poder).
PROXIMAMENTE